Lenguaje, ese extraño con el que convivo
Palabras, palabras y más palabras. ¿Acaso no son ellas el ropaje con el cual procuro forjar mi existencia? Una existencia que, como bien señaló Martin Heidegger desde Ser y tiempo (1927), es siempre ek-sistencia, es decir, verme arrojado a un mundo que me precede y que, de hecho, yo no he elegido, sino que algo que me antecede histórica y lógicamente lo ha llevado a cabo por mí: las palabras que remiten a una lengua, anclada en un lenguaje, que es ese Otro, extraño y cercano a la vez, que me lanza a una realidad donde yo soy un efecto, no un fundamento previo, como le hubiese gustado al soñador Descartes.
Un lenguaje en el que me vi zambullido, desde mi temprana vida como infans, ese ser todavía carente de palabra, por un Otro encarnado y enigmático que tocaba mi cuerpo no sólo con sus manos, sino con su voz. Una voz que no puedo separar de esos primeros toques que, penetrando mis oídos, me sujetaron a un decir concreto, anclado en una transmisión de generación en generación, viéndome afectado por ella. No nací, pues, como causa sui, sino como efecto de ese elemento opaco y enigmático que nos da la vida al precio de condenarnos a un exilio inaugural, arrancado de todo marcaje instintivo: el deseo del Otro.
Siendo niño, empecé a jugar con la lengua, divirtiéndome con ella más allá de la significación y del sentido, produciendo un laleo ininteligible para el adulto y que resonaba en mi cuerpo, desnaturalizándolo y, a su vez, erotizándolo como corporalidad humana. ¡Qué extraño es mi cuerpo cuando lo comparo con el del animal no humano, ajeno a la extrañeza que inocula en mí este parásito lingüístico que penetra por todos mis poros! ¿Cómo no señalar que lo que este extraño con el que convivo desde antes de tener una existencia encarnada es permitir reconocerme? ¿Cómo no recordar el júbilo infantil al saber que la imagen que me devuelve el espejo la tomo narcisísticamente como mi yo, al precio, empero, de perderme en esta proyección que ansío domeñar? Vacua esperanza, ya que desde este instante no pararé de darme de bruces con un elemento que es causa de frustraciones e impotencias: no se domina al lenguaje, es Él quien me posee y, poseyéndome, puedo devenir quién soy. ¡Paradojas humanas, marcadas por una servidumbre inaugural para, posteriormente, conquistar una libertad cincelada en demasiadas ocasiones por el afán de hallar un paraíso perdido! Paraíso perdido que, semejante al imaginado por Milton, no es más que un efecto de las trampas del lenguaje y sus palabras, generándome uno de los afectos que tanto puede golpear mi vida: la añoranza por una totalidad de vida que, de hecho, nunca tuve, pese a imaginarla como perdida en algún mítico instante.
Ahora bien, gracias a ti, extraño lenguaje, descubrí que podía relacionarme con mis semejantes, a quienes puedo amar y odiar en fugaces instantes, intercambiando con ellos palabras. ¡Pero, caprichos de la lengua! Aquello que, ingenuamente, pensaba que me garantizaría la reciprocidad y el intercambio deviene, muy al contrario, fuente de disputas, equívocos y malentendidos. ¿Cómo saber si realmente el otro me dice aquello que creo interpretar en sus palabras, cuyo sentido es voluble con sólo un pequeño matiz vocal? ¡Caprichoso lenguaje!
Ya siendo adolescente, empecé a descubrir gracias a ti, lenguaje huidizo y ajeno a mi existencia concreta, uno de los afectos que los humanos hemos cantado en infinidad de ocasiones: el amor. En efecto, ¿qué sabría yo de éste sin la palabra de mi amado? ¿Qué sabría yo del encuentro con ese otro radicalmente singular, en el cual hallo un reflejo de mi humana soledad, si no fuera por aquello que puede decirme y yo responderle? ¿Cómo amaría si no pudiera decir Te quiero? En ese instante, descubrí, descubro y seguiré descubriendo que los amantes, cuando nos encontramos, podemos compartir un lenguaje propio. O más bien dicho, tengo la ilusión de compartir palabras donde nadie más puede entrometerse, aunque, cuando éstas faltan o dejan de ser proferidas, descubro, también, el amargo regusto de este afecto: el des-amor. Quién no ha llorado con el desgarrador lamento de Dido en la epopeya virgiliana, desgarrada por el abandono de ese héroe ávido de poder y ambición…
Lenguaje, lenguaje, cuán capcioso eres conmigo, finito mortal… Me recuerdas al travieso Cupido, que los romanos representaban como un ángel portador de la ardiente saeta. En ocasiones, cuando quisiera poner en palabras qué me ocurre y por qué, siento algo para lo cual el significante se me revela huidizo. Sé que algo golpea mi ser, que estremece mi cuerpo, pero, por mucho que me empeñe, no logro nombrarlo. Ahí descubro que hay algo que sólo puedo bordear contigo, que hay una dimensión de tu efecto en mi cuerpo, vivo y carnal, que excede lo que puedo capturar con mi decir. Uno de esos momentos es cuando la angustia, aquel afecto que nunca engaña, me golpea, reduciéndome a la certeza de habitar un cuerpo que nunca me pertenece del todo, un inquilino extraño al que zarandeas con tus cortes. ¡Desgarradora experiencia, malicioso lenguaje!
¿O qué decir de la tristeza? Noto cómo mi interior se rompe en mil pedazos, sintiendo las lágrimas bañar desconsoladamente mis mejillas, sin poder dar un nombre que capture en su totalidad este afecto, efecto de lo que me hirió. ¿Cómo no evocar aquí la pérdida de seres queridos, aquellos que, gracias a ti, tuvieron un nombre y, por ello mismo, puedo sentir su ausencia y recordarles? Siempre eres tan ambivalente conmigo, lenguaje extrañamente humano. O quizá eres, recordando el dictum nietzscheano, humano, demasiado humano.
Sin embargo, en medio de toda esta mezcolanza, descubrí que me permites transcribir, aunque sea a modo de esbozo, aquello que se escapa a las proferencias que, mi boca, sirviéndose de mis labios y lengua, puede emitir: aquello que no puedo decir, sí que lo puedo encarar escribiéndolo, forma de inscribir lo que se resiste a ser dicho. Gracias a las letras que puedo ir esculpiendo, puedo acercarme, aunque sea de modo lateral, a esa dimensión radicalmente ajena, pero también propia, que mi inconsciente no puede cifrar, pero que mi cuerpo sí siente. Escritura que lames mi cuerpo, olisqueando sus afectos, tanto gozosos como gozantes. Entre los gozantes, los hallo que no son neutros, sino sexuados, marcados por una diferencia que tú no dominas por completo, im-potente lenguaje. Los afectos gozantes que me revelaron los místicos y la eterna Duras, con sus arrebatos. No obstante, tampoco puedo esperar que la escritura me los descifre en su totalidad. Debo, pues, convivir con el enigma, el precio de haber sido tocado por ti, lenguaje invasor.
Sé, pues, que soy tu efecto por cómo me afectas, aunque no puedo reconstruir del todo cómo empecé a ser tu producto, estando mi origen siempre marcado por un vacío, sin un punto cero que sea un inicio seguro y estable. Aunque, como me empezó a mostrar el genio de Spinoza, no puedo ignorar los afectos que padezco gracias y debido a ti, lenguaje para el que los humanos nos hemos llegado a inventar las más disparatadas hipótesis acerca de cómo y por qué surgiste.
Porque, de hecho, mi vida, como la de mis semejantes, se ve afectada por un extraño con el que convivo, cuyo inicio siempre me será desconocido, pudiendo meramente hallar tus primeras manifestaciones, sin poder, empero, encontrar tu causa, Otro extranjero con el que compartimos nuestras ek-sistencias, marcadas por ti tanto en la vigilia como en el sueño.
Autor: Andrés Armengol